Pretensión totalitaria anunciada: la regulación de redes sociales (II)

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Las regulaciones no pueden ser definidas según le convenga al poder de turno, sino que, en protección de otros derechos, las prohibiciones al discurso deben cumplir con  estrictas categorías. El derecho a la libertad de expresión  se verá lo menos afectado posible en la medida en el discurso de odio sea identificado bajo evidencias claras, comprendidas en un contexto específico, sin responder a intereses particulares que se justifiquen bajo prejuicios o generalidades.

La jurisprudencia nacional e internacional, prohíben en armonía con la protección de los derechos humanos “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia”. Sin embargo, esta disposición debe interpretarse de forma ajustada a esos mismos principios fundamentales, sin violar otros derechos como la libertad de expresión.

Estas categorías necesarias para restringir discursos impiden que el Estado sea quien determine qué es “apología del odio” y que, a través de esta herramienta censora, decida unilateral y discrecionalmente qué se puede decir, y qué no. Las características de este tipo de discurso permiten que sea posible que la opinión personal pueda divulgarse y enriquecer el ámbito público, sin lesionar los derechos de otras personas o grupos.

En la práctica, la detención de personas por difundir información o expresar opiniones muestra la intención de penalizar la expresión cuando difiere de o incomoda al discurso gubernamental. La privación de libertad es una de las formas más extremas de sanción en relación a delitos vinculados al discurso, que son de carácter civil. Su aplicación no es proporcional al daño ocasionado, en primer lugar por la baja influencia mediática de los acusados, y en segundo lugar porque los presuntos afectados son funcionarios.

Entre 2014 y 2017, trece personas fueron detenidas por emitir opiniones críticas o difundir información incómoda para el gobierno a través de la la red social Twitter. En su mayoría fueron acusados de “instigación pública”, “incitación al odio” y “agavillamiento”1, con retardos en sus procesos judiciales. En los casos de 2014, los tuiteros (cuatro hombres y cuatro mujeres) cumplieron sentencias que oscilaron entre cuatro meses y poco más de un año de prisión en la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin).  

Emitir su opinión crítica e informar sobre hechos de violencia, le costó la libertad al coronel José Martín Raga, al activista Pedro Hernández y al tuitero Marcos Rada. El primero de ellos fue detenido el 19 de agosto de 2015 tras advertir en Twitter sobre ataques por sus opiniones, denunciar casos de corrupción, y exigir rectificación al gobierno nacional en una entrevista realizada por el portal Newsweek Español Venezuela. Fue liberado 48 horas después y relevado de su cargo.

Pedro Hernández, activista político, fue detenido el 8 de junio de 2016 luego de difundir un tweet informando sobre los saqueos que estaban sucediendo en Aroa, Estado Yaracuy. A pesar de que el Tribunal de Control le otorgó medida cautelar sustitutiva2, su detención se mantuvo luego de que Nicolás Maduro señalara que los activistas políticos detenidos eran responsables de los saqueos y tendrían “máximo castigo”. Fue liberado el 12 de julio de 2016.

La detención de Rada fue anunciada por el director del Sebin, Gustavo González López, desde su cuenta en twitter: una “exitosa labor de inteligencia conllevó a la identificación y orden judicial de detención practicada ayer a un tuitero por presunto terrorismo”. Rada manejaba la cuenta @alexvzlalibre.

Los mensajes recientes hacían alusión a un “narco estado”, al “sacrificio” del presidente Nicolás Maduro y a “la mente perversa de los Castro detrás cobarde narco y asesino Diosdado”. A pesar haber recibido libertad condicional, Rada no fue liberado, fue mantenido en prisión y le revocaron la boleta de excarcelación porque el Sebin nunca cumplió la orden.

La gravedad de la pena ante opiniones parece estar asociada al rango del cargo público del supuesto afectado; es decir, va relacionada a delitos de difamación, cuya pena fue aumentada en el caso de altos funcionarios. La legislación venezolana, entonces, va en dirección contraria a los estándares internacionales que protegen la expresión, según los cuales los servidores públicos están más expuestos al escrutinio social y la crítica hacia ellos debe ser más y mejor tolerada.

¿Cómo sabemos si estamos frente a un discurso de odio?

Las condiciones de evaluación son muy específicas y responden a características generales inscritas en un contexto determinado.

Está dirigido a sectores vulnerados o discriminados históricamente por razones culturales, políticas, económicas, sociales, religiosas o de otro tipo. Dicho carácter temporal es relativo en relación a cada escenario y sus dinámicas; es decir, que la discriminación puede datar de meses, años, o décadas atrás, pero un elemento común es que suele estar dirigido a minorías, grupos que tienen un alcance material e incidencia mediática menor respecto a otros con los que conviven en la sociedad.

Existe una opinión despectiva, humillante o degradante hacia ese sector, que de acuerdo a los recursos del grupo(s) victimario(s) puede ser sistemático, tener un amplio alcance mediático y aceptación social.

La masacre de Ruanda (1994) es un ejemplo de los alcances del discurso de odio: se trató del asesinato en masa de la minoría tutsi, a manos de la mayoría hutu, que estuvo precedida y alentada por una emisora pro-gubernamental, de alcance nacional, que constantemente difundía mensajes en su contra. El gobierno ya había adelantando políticas excluyentes contra los Tutsi al negarles acceso a servicios públicos o puestos de trabajo, y había creado figuras milicianas para combatir a los sectores disidentes.

Así, los tutsis eran señalados como culpables de la crisis socioeconómica del país, a pesar de que ya no ocupaban cargos políticos desde hacía varios años. En medio de la tensión, el presidente de Ruanda falleció en un atentado cuando el avión en que se trasladaba fue derribado por un misil. No se determinaron oficialmente a los responsables del atentado, pero inmediatamente los tutsi fueron culpados por el hecho.

“Los tutsi no merecen vivir”, “las tumbas están a medio llenar” eran los mensajes transmitidos por la emisora gubernamental Radio Televisión Libre de las Mil Colinas (RTML), con abierta instigación a la matanza. En consecuencia, un 80% de la población tutsi fue masacrada a manos de milicias, cuerpos de gobierno, y la acción de particulares -a los que el gobierno suministro machetes- que afirmaron matar a hombres, mujeres y niños “porque la radio se los pedía”.

El alcance y la credibilidad de quien emite un discurso de odio tiene un papel importante en la efectiva ejecución de actos violentos como consecuencia de ese discurso, razón principal por la cual representa un peligro. Tener la capacidad económica, el control de las instituciones y de los medios de comunicación, permitió al gobierno ruandés consolidar una matriz de opinión que “justificó” una masacre, además de usar los recursos públicos (humanos y materiales) para lograrlo.

La humillación mediática va ligada a un intento de invalidar al otro, deshumanizarlo, y con ello legitimar cualquier agresión en su contra. Suele ir acompañada por un señalamiento puntual de las personas discriminadas, o un listado con cualidades despectivas. En el caso de Ruanda, además de la descripción física, la emisora identificaba a las tutsis por lugares de trabajo y residencia.

En tercer lugar, existe una invitación a otros sectores sociales para que también excluyan a estos grupos como una forma de validar socialmente, hacer “aceptable” y hasta “normalizar” la discriminación, que inicia con la humillación. La constante frecuencia de la descalificación es importante para consolidar el prejuicio, con la intención deliberada de excluir y desvalorizar, mediante insultos y burlas, a los integrantes de tales sectores de una manera sistemática.

El discurso de odio no se resuelve con regular redes

El discurso de odio es un delito, por lo tanto cuenta con regulaciones en diversos países. En términos generales las legislaciones buscan ser detalladas en esta materia, inclusive en algunos casos se especifica el tipo de discriminación y sector afectado; en otras leyes asociadas al discurso se detallan los contenidos que puede adoptar la discriminación, a fin de aplicar la ley bajo los principios de necesidad y proporcionalidad3. También destaca como un elemento agravante la relación entre lo que se expresó y las acciones dañinas derivadas directamente de ese discurso.

Las penas privativas de libertad son excepcionales, pues se trata básicamente de un delito de naturaleza civil, sancionado con medidas administrativas o de carácter reparatorio. Como ciudadanos tenemos derecho a rechazar lo que para nosotros sea repudiable; el Estado no puede restringir absolutamente la expresión de ese rechazo ya que condenar un discurso de odio sería castigar una forma de expresión que está garantizada como derecho, siempre y cuando respete los límites que radican en el respeto a integridad del otro.

Las sanciones que corresponden al discurso de odio son principalmente morales, por lo que compete a la sociedad regular mediante valores, educación y debate, las formas de expresión bajo los mismos términos de convivencia, a fin de abrir los espacios, exponer lo condenable, someterlo a la discusión, al escrutinio y al rechazo colectivo como forma de enfrentar y buscar superar esas insanas diferencias, en vez de ocultarlas. De allí que sancionar la expresión con penas privativas sea desproporcionado, y en caso de ser aplicadas, están relacionadas con agravantes como actos concretos de violencia.

En este caso, la expresión “negro” o “chino” para referirse a una persona de esa raza, puede ser peyorativo en países donde históricamente ha habido discriminación o esclavismo en torno a esas minorías; sin embargo, los mismos calificativos no son considerados como negativos en una sociedad como la venezolana, mientras se utilicen fraternalmente. Es la sociedad la que moralmente regula qué términos son escrutables, y cuáles son permitidos.

Bajo esta lógica, la jurisprudencia estadounidense establece que no se puede restringir una expresión por su contenido. No se puede impedir la difusión de una opinión o idea bajo el argumento de que ésta sea peligrosa a menos que dicha exhortación pública esté dirigida a incitar o a producir una acción delictiva inminente. Según esto, no puede sancionarse el discurso que no tiene posibilidades reales de generar una reacción en la audiencia. Es más bien la dinámica democrática la que exige que sea tolerado este tipo de discursos, impopulares y hasta moralmente reprochables.  

En el caso de los tuiteros detenidos, en su mayoría no tenían un auditorio mayor a los 500 seguidores de los cuales, por el funcionamiento de la red social, sólo un porcentaje recibe los mensajes. En estos casos, quienes interactúan en ese espacio de opinión pública, son quienes regulan la validez o reprochan el contenido de los mensajes emitidos.

No existe legislación que contemple la regulación de redes en relación al discurso de odio. En Ecuador se discute un proyecto de ley presentado en mayo de este año que incluye sanciones administrativas y atribuye responsabilidad a los intermediarios sobre lo que expresen sus usuarios, lo que busca obligar a eliminar determinados contenidos para no ser castigados. Sociedad civil ecuatoriana cuestiona la creación específica de una regulación de redes sociales e Internet, bajo el argumento del discurso de odio, si ya éste cuenta con legislación penal, como en la mayoría de los países, incluyendo Venezuela.

Aun cuando estemos en presencia de un discurso violento, los mecanismos para frenarlo deben ser claros y objetivos, responder a protocolos y no a la presión de intereses particulares, económicos, políticos o de cualquier tipo. La advertencia es clara: no se puede obligar a Facebook o Twitter, a eliminar contenidos o solicitar información de usuarios sin pautas ajustadas a los principios de legalidad, necesidad y proporcionalidad.     

En Alemania, el gobierno amenazó con imponer multas millonarias a las empresas de redes que no respondan a la solicitud de censura de discursos de odio o noticias falsas. No se ha logrado implementar la sanción.

En 2016, el gobierno de Brasil bloqueó la aplicación WhatsApp en todo el país luego de que su propietaria Facebook se negará a ofrecer información sobre el contenido de las conversaciones de usuarios.  

Los gobiernos y empresas, con intereses ilegítimos, en detrimento de la privacidad, y del derecho a una comunicación universal y de calidad, han buscado maneras de intervenir, bloquear o regular, incluso algunas veces con razones válidas, pero con soluciones equivocadas y unilaterales, que dan lugar a la arbitrariedad. Es la sociedad civil consciente de sus derechos la que ha detenido y subido el costo de tales pretensiones. La denuncia y la resistencia argumentada, crítica, son vitales para hacer frente a iniciativas totalitarias aún cuando sean aplicadas.  

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